miércoles, 19 de diciembre de 2007

MI TÍO SHUBERT, EL CAMPEÓN MUNDIAL



Si algún tacneño me hubiera contado que tiene un tío que ha sido campeón mundial de fútbol, seguramente me hubiera reído a carcajadas. Sin embargo, en este caso, no me puedo reír de mi mismo.

Así es queridos amigos. Muchos pensarán que estoy borracho, que me cayeron mal las lentejas de este lunes en que escribo o quizás que ya perdí la cordura debido a las calatas que diariamente me llegan en cadenas de Internet, enviadas puntualmente por mi gran amigo Chiqui Chiarella. Pero no, nada de eso señores. Si esta vez me he sentado frente al ordenador es para contarles una historia real, descabellada pero real, insólita pero real, real muy real. Tan real, como que no vamos ni de vainas al mundial de Sudáfrica o como que dentro de veinte años no existirá ya el nevado Pastoruri, como consecuencia al inevitable y fatídico calentamiento global, que no tiene nada que ver con otro calentamiento global que ocasioné hace algunos años, cuando totalmente ebrio me entregué a los brazos de una gorda cincuentona que sació mis apetitos adolescentes, en un encuentro furtivo que todavía me produce pesadillas inenarrables.

Pero no nos vayamos por las ramas, o mejor si, vayámonos por las ramas, porque hoy les voy a contar la historia de mi tío el “Mono Gambetta”.

Empecemos. Don Santino Gambetta, patriarca de todos los Gambettas que han sido y que serán en esta tierra del Caplina, llegó al Uruguay procedente de la Liguria a inicios del siglo pasado. Allí se enamoró de una mujer, suponemos agraciada, que falleció dando a luz al primero de los mucho hijos de aquel italiano “tantaguagua”, apelativo éste que heredé por méritos propios muchas lunas después.

Santino, seguramente un viejo mataperro a mucho orgullo, como es el que suscribe la presente crónica, siguió viaje hasta el Perú dejando a ese primer Gambetta americano con sus abuelos maternos. Comprensible, en esos tiempos de aventura y conquista del nuevo mundo para los emigrantes italianos. El primer Gambetta americano, pasados los años, tuvo a su vez un hijo al que llamo Shubert, más conocido como el “Mono”. Ahí está el detalle, como diría Cantinflas.

De la niñez y la adolescencia de mi tío el mico, digo el Mono, no se conoce mucho, pero si se sabe que nació un 14 de abril de 1920 y que desde niño gustaba de darle a la pelota como un primate. Formado en un club llamado Independiente del barrio de Av. Rivera y Osorio, fue fichado por Peñarol el 30 de noviembre de 1937, club del que luego, tras una ardua batalla legal, pasaría al gran Nacional de Montevideo. Cuadro en el que debutó en el primer equipo a mediados de 1940, permaneciendo en la escuadra titular hasta 1948, año en que emigra a Colombia, para volver en 1950.

El gorila, digo, el Mono Gambetta fue campeón del torneo uruguayo nueve veces; en los años 1940, 1941, 1942, 1943, 1946, 1947, 1950, 1952, 1955 y 1956. Formando parte del equipo que en 1941 se clasificó campeón sin puntos perdidos y el que conquistó, el 5 de diciembre de 1943, el sexenio de la Copa de Honor (único sexenio del fútbol uruguayo), al vencer a Peñarol por 3 a 2.

Pero la verdadera hazaña de mi tío el macaco, digo el orangután, digo el Mono Gambetta, fue que formó parte de ese equipazo celeste como el cielo arequipeño (sin arequipeños), que conquistó la Copa Mundial el domingo 16 de julio de 1950 en el estadio Maracaná de Río de Janeiro frente a la escuadra de Brasil. En un partidazo inolvidable arbitrado por el inglés Mr. Reader, que seguramente era un gringo “huevas tristes”, y a quien catalogo así, no por haberse parcializado en más de una ocasión a favor de los anfitriones, sino sencillamente por su condición de gringo.

Día inolvidable para el deporte mundial en que mi tío el mandril, digo, el Mono, junto a grandes jugadores como Roque Gáston Máspoli, Matías González, Eusebio Ramón Tejera, Obdulio Jacinto Varela, Alcides Edgardo Ghiggia, Juan Alberto Schiaffino, Rubén Morán; entre otros players con nombre de cantores de tango, hicieron morder a los “mais grandes do mundo” el polvo de la derrota; conquistando no solo el corazón de miles aficionados, sino también a unas cuantas garotas de esas “rompe catre” que tan oportunamente acuden a los estadios cariocas, y que seguramente también conocieron otro tipo de polvos más satisfactorios y ondulantes que el de la derrota con los vencedores charrúas.

El Mono Shubert Gambetta, por esas locuras de su árbol, el genealógico, viene a ser primo hermano de mi abuelo Fredy y tío de mi padre Fredy Nicolás, por lo que reclamo también cierto parentesco con este gran jugador mundial. En otras palabras, somos monos de un mismo árbol.

Gracias al Mono Gambetta y a su estilo de juego, de quiebres quimbosos con las piernas y movimientos de caderas sólo comparables con los de la Tongolele, hizo conocida la famosa “Gambeta”, término que es usado por la mayoría de comentaristas deportivos latinoamericanos. Pero mejor no hablemos mucho del asunto. No vaya a ser que nuestros “buenos” vecinos del sur también la reclamen como suya, como hicieron con la chalaca, a la que llaman chilena.

Hay muchas anécdotas más acerca de este gran Mono. Se dice que en un equipo sólo debía haber uno como él, de lo contrario se agarrarían a los piñazos entre ellos. Se dice también que al ver el bochornoso regalo de un penal que un árbitro le hiciera a su equipo, el Nacional, durante un clásico frente al Peñarol, Gambetta pidió cobrar la falta, arrojando la pelota premeditadamente fuera, haciendo esa justicia que sólo los caballeros saben hacer. En fin todas estas historias, así no sean reales, ya con los años se están volviendo ciertas.

Hoy mi hijo Santino lleva el nombre del italiano aquel, abuelo del Mono y tronco de todos los Gambetta que moran en estas tierras. Ojalá sea también un “Tantaguagua”, como lo fue Santino viejo y como lo es su padre. Y es que como dice un reconocido trovador latinoamericano: “nosotros la gente buena, tenemos que tener muchos hijos, para que los malos no nos sigan ganando las elecciones”.

No cabe duda que Darwin tenía razón: los hombres, nosotros al menos, descendemos del mono.


Escrito en Tacna, diciembre del 2007

lunes, 3 de diciembre de 2007

MI HIJO, EL POETA


Esta crónica inmerecida me la dedicó mi padre, es la primera vez que alguien escribe de mi algo tan bonito.

Mauricio Elías Jesús se llama mi hijo y es poeta. Nació un 25 de diciembre. La verdad es que elegimos ese emblemático día para sacarlo de donde cómodamente estaba navegando. Todos mis hijos nacieron apelando a la cesárea. Lula, mi inolvidable esposa, y yo rendíamos ferviente culto a la mujer del César.

La última travesura de mi vástago, antes de abandonar su residencia materna, fue tomar líquido amniótico ( ¿ se escribirá así?) por lo que por más de dos días lo sacaban y lo volvían a la incubadora con la consiguiente angustia de nosotros, sus padres.

Fue un niño de mirada tiste, que reía poco. Sus fotografías de aquellos años lo retratan como si fuera un principito del ensueño. En sus años de educación primaria no nos dio jamás qué hacer salvo alguna que otra mataperrada propia de los niños. Recuerdo que en la Plaza Mac Lean, vecina a nuestro hogar, jugaba con los chicos que venían de otros barrios. Entre ellos varios pirañitas certificados, oleados y sacramentados. Creo que ellos fueron sus mejores amigos. Por ellos aprendió a trompearse y a salir de ese espacio, frente al teatro y a la comisaría. Y a ellos les regalaba lo mejor que tenía entonces, sus juguetes. Era capaz de sacarse la camisa, literalmente, para obsequiarla a sus patas desvalidos. Esos gestos siempre nos impresionaban a su madre y a mí. Máxime si, como se sabe, no somos “gente de tener”.

En sus años de Secundaria, en el Colegio Cristo Rey, de los padres jesuitas, lo teníamos por un chico tranquilo, lo que se suele llamar normal. Aunque nadie sabe, a ciencia cierta, cual es el parámetro de la normalidad. Pero nos equivocábamos, de cabo a rabo. Ahora sabemos, por aquello de que el pez por la boca muere, que formaba parte de una gallada muy especial, como especial fue la mayoría de su promoción, un conjunto de “ovejas negras” que los profesores no veían las horas que se fueran del colegio para que no contaminasen, como la manzana del refrán.

Un adolescente que no es vivaz, travieso, imaginativo para las mataperradas no es un adolescente y será un viejo mudo y amargado, que no tendrá nada de qué acordarse. También debo confesar que, para escándalo de algunos pacatos padres, él y un grupo de sus condiscípulos se reunían en mi casa, en mi biblioteca, a beber sus primeras chelas. Mejor ahí, en ese santo recinto del saber, que en la calle, decían los padres que conocían esos primeros pecadillos.

Mauricio siempre tuvo los ojos ciegos para los cursos de ciencias. Digno hijo de su padre. Lo que se hereda no se hurta. A él también, alguien que no es profesor, sino maestro, alguna vez le regaló una nota pues era un caso perdido, como yo lo fui, para matemáticas, física, química o cualquier otro tormento parecido. Pero no lo era así en lo relacionado con su gusto por la lectura.

Quien lee, escribe. Es una norma que casi siempre se cumple. Será por eso, digo, es un decir, que algunos señores amigos de las ciencias muchas veces no aciertan a redactar una carta. Como Mauricio leía era natural que empezara a escribir. Y así lo hizo. Sus primeros poemas los escribió antes de los diez años. Era versos que tenían como motivo el entorno familiar, sobre todo la figura de su abuelo materno, la playa o la escuela. Son poemas que aun conservo pues en ellos se vislumbra la poesía que escribiría después.

Recuerdo que siempre, cuando escribía un poema, se acercaba a mí con cierto temor. Previamente me advertía que eran versos muy malos. No era así. Me costó que abandonara esa timidez. Ahora soy yo quien me acerco temeroso a él, con mis versos o mis crónicas, para escuchar su veredicto.

La vida para él no ha sido fácil. Se casó, se descasó y se volvió a emparejar. Tiene dos bellos hijos. Fernandita, de cinco añitos, y un nene, de un año y ocho meses, que lleva el nombre del viejo Santino, que llegó de la Liguria, situada en el norte italiano, tronco de todos los Gambetta que en Tacna han sido. Por ahora es el único Santino tacneño.

Mauricio en su habitación siempre ha tenido colgados los retratos de los tres personajes que más admira. El indio Toro Sentado, el mejicano don Emiliano Zapata y el argentino “Ché” Guevara. Una trilogía de sacarse el sombrero. Dime a quienes admiras y te diré quien eres.

Me ha contado que ganó el primer puesto en el concurso de poesía que convocara el Proyecto Cultural, de la Región Tacna. Qué bien, me digo y lo felicito. Tres fueron los jurados y por unanimidad le dieron el premio. Sin embargo, también casi por unanimidad, aparecieron, me dicen, una serie de resentidos, los verdes de envidia, de siempre, que han dicho desde sus cuevas que ha sido un favoritismo pues su padre ha influido en el dictamen y han pedido que se publiquen los poemas. Qué bien, ojalá que se publiquen. Pero solos, en un poemario único, como se estila en todos los concursos.

Felizmente mi hijo, el poeta, no funge de tal. No tiene poses de intelectual, ni anhelos de notoriedad, de hacerse merecedor a los fuegos de artificio vanos. Es respetuoso, pero no manso y es bueno para los combos. De eso pueden dar testimonio sus verdaderos amigos, los miembros de aquella brava promoción del Cristo Rey “Arrupe 1996” y su gallada de hoy que, entre otros, la conforman “Chiqui” Chiarella, “Juani”Flores, el “cholo” Eyzaguirre, los “mellizos” Hidalgo, don Oscar Castañón, el “Chusco”Arratia, los hermanos Flores Martorell, el “general victorioso” don Tito Rodriguez y otros buenos tacneños con los que se reúne, bajo las parras, a preparar asados, picante, ricas cazuelas y a tomar el buen vino en un ambiente en el que los envidiosos, los perversos, “los enemigos del oficio”, - que son los peores-, en esos santos lugares, al pie del Arunta, no tienen ni tendrán jamás cabida.

Como tacneño y padre le deseo lo mejor a Mauricio, mi hijo el poeta, que se gana la vida como profesional del Diseño Gráfico y le he dicho, para terminar, que cuando gane otro premio vaya a pedirles perdón a los mediocres por malograrles el hígado.

Ojalá que escudriñen su poesía, que la desmenucen con pinzas malévolas mientras que nosotros, como quería Neruda, “ nos pondremos a trabajar y a comprar nuestro pan y nuestro vino”, lejos del mercado del veneno, como siempre.


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