Ayer domingo me encontraba sentado en una banca del patio de mi casa, aprovechando la tranquilidad de las primeras horas del día, cuando de repente mi hijo Santino, con esa felicidad vencedora de silencios tan suya, entró corriendo con los brazos abiertos, emitiendo palabras que no aun no tengo el gusto de entender en su totalidad gracias a sus recién estrenados dos años.
Mi mente, que a esas alturas del ejercicio de recordar, seguramente estaba junto a mi mamá en alguna celeste hora pasada, volvió a la realidad súbitamente sacudida por este pequeño torbellino lleno de orejas y dientes, lleno de ojos y vida. Al verlo tan feliz me dije: qué suerte, qué suerte por Dios que tenemos el pequeño Santino y yo. Qué suerte el poder tener aun el tiempo para sentarme a recordar un domingo a la mañana mientras él juega tranquilo sin temor a nada, qué suerte que mi mujer siga sonriendo a mi lado a pesar de nuestras pobrezas, mientras amamanta al pequeño Facundo con un amor que todos los millones del mundo no podrían comprar. Qué suerte la de mi hija Fernandita, quien no vive conmigo pero tiene una madre fuera de serie y unos abuelos que la adoran y la tratan como una reina. Qué suerte la de mi padre que tuvo a su lado por 30 años a una mujer maravillosa a quien tuve el honor de llamar mamá.
La imagen de Santino corriendo con los brazos abiertos y sonriendo, tan común en los niños de su edad, me transportó sin quererlo, por esos caminos intermitentes de la memoria a otra imagen lejana y dolorosa. Y me dije: qué suerte, nuevamente, porque hubo algún lugar hace algunas décadas atrás, una niña vietnamita llamada Kim Phuc, que como mi hijo corría también con los brazos abiertos, pero con un rostro lleno de miedo y de dolor.
Esa niña, delgadita, de ojitos rasgados, no estaba jugando, no corría a despertar a nadie del letargo de los recuerdos. Esa pequeña criatura estaba escapando con el cuerpo quemado por el napalm inventado en la prestigiosa universidad de Harvard para que los “defensores de la libertad” conquisten el mundo. Y comprendí entonces que esa foto tomada el 8 de junio de 1972 cerca de Saigón en Vietnam, pudo y puede tener como modelo ya no a la pequeña Kim, sino quizás al pequeño Juan Pérez, al pequeño Gregorio Mamani o al pequeño Santino Gambetta. Comprendí al fin que no importa el cambio de víctima, si el victimario es el mismo conocido de siempre.
Cómo explicarle mañana al pequeño Santino que mientras él pateaba la pelota y lloraba, de cuando en cuando, al caerse o golpearse, había niños que en un país llamado Irak, lloraban también, pero porque las bombas gringas les arrancaban las piernas y los brazos, despedazándolos como muñequitos de trapo, haciéndoles entender en una terrible lección de pólvora y fogonazos el mortal significado de la palabra guerra.
Cómo puedo contarle algún día que a la misma hora que yo lo cubría con frazadas para que no despierte resfriado, cientos de niños iraquíes eran cubiertos con tierra simplemente para no despertar más. Muertos para siempre, sin oportunidad de nada, sin saber nada, con la sonrisa destruida por muchachos uniformados que en su país no podían tomar una cerveza pero que en otros países podían matar a quienes quisieran, en nombre de la libertad del empresario petrolero, de la bolsa de Nueva York, de los bienes de un alcohólico presidente y de su padre, protegidos por grandes organizaciones que dicen defender a los más pobres y por algunas iglesias que en nombre de Dios hacen cerrar los ojos al mundo, no se sabe si para rezar o para que los poderosos puedan seguir matando y robando sin ser vistos. Por suerte hay excepciones, como en todo.
Pero este escrito no pretende hacer recordar lo que ya todos saben y que la mayoría calla y acepta. Las mías pueden ser palabras al viento, pensamientos torpes de un joven padre de familia descubriendo día a día, las maravillas de la vida. Pero al fin y a cabo, son palabras, y es mejor dar manotazos de ahogado que ahogarse si luchar.
Tanta muerte me pregunto y yo hilvanado recuerdos un domingo a la mañana, mientras mi hijo Santino juega con un chanchito de tierra y mi mujer sigue amamantando al recién nacido Facundo, con una ternura que podría detener las balas. Dios debió estar con nosotros este domingo.
Ayer fue uno de esos días para agradecer y darse cuenta que suerte tiene uno. Ayer fue un día para dedicarle al pequeño Santino aquellos versos de Hernández: “es tu risa la espada más victoriosa, vencedor de las flores y las alondras, rival del sol, porvenir de mis huesos y de mi amor”.
Ya vendrán tiempos mejores me dice mi buena mujer, y yo le creo.
Tacna, 05 de mayo del 2008
Mi mente, que a esas alturas del ejercicio de recordar, seguramente estaba junto a mi mamá en alguna celeste hora pasada, volvió a la realidad súbitamente sacudida por este pequeño torbellino lleno de orejas y dientes, lleno de ojos y vida. Al verlo tan feliz me dije: qué suerte, qué suerte por Dios que tenemos el pequeño Santino y yo. Qué suerte el poder tener aun el tiempo para sentarme a recordar un domingo a la mañana mientras él juega tranquilo sin temor a nada, qué suerte que mi mujer siga sonriendo a mi lado a pesar de nuestras pobrezas, mientras amamanta al pequeño Facundo con un amor que todos los millones del mundo no podrían comprar. Qué suerte la de mi hija Fernandita, quien no vive conmigo pero tiene una madre fuera de serie y unos abuelos que la adoran y la tratan como una reina. Qué suerte la de mi padre que tuvo a su lado por 30 años a una mujer maravillosa a quien tuve el honor de llamar mamá.
La imagen de Santino corriendo con los brazos abiertos y sonriendo, tan común en los niños de su edad, me transportó sin quererlo, por esos caminos intermitentes de la memoria a otra imagen lejana y dolorosa. Y me dije: qué suerte, nuevamente, porque hubo algún lugar hace algunas décadas atrás, una niña vietnamita llamada Kim Phuc, que como mi hijo corría también con los brazos abiertos, pero con un rostro lleno de miedo y de dolor.
Esa niña, delgadita, de ojitos rasgados, no estaba jugando, no corría a despertar a nadie del letargo de los recuerdos. Esa pequeña criatura estaba escapando con el cuerpo quemado por el napalm inventado en la prestigiosa universidad de Harvard para que los “defensores de la libertad” conquisten el mundo. Y comprendí entonces que esa foto tomada el 8 de junio de 1972 cerca de Saigón en Vietnam, pudo y puede tener como modelo ya no a la pequeña Kim, sino quizás al pequeño Juan Pérez, al pequeño Gregorio Mamani o al pequeño Santino Gambetta. Comprendí al fin que no importa el cambio de víctima, si el victimario es el mismo conocido de siempre.
Cómo explicarle mañana al pequeño Santino que mientras él pateaba la pelota y lloraba, de cuando en cuando, al caerse o golpearse, había niños que en un país llamado Irak, lloraban también, pero porque las bombas gringas les arrancaban las piernas y los brazos, despedazándolos como muñequitos de trapo, haciéndoles entender en una terrible lección de pólvora y fogonazos el mortal significado de la palabra guerra.
Cómo puedo contarle algún día que a la misma hora que yo lo cubría con frazadas para que no despierte resfriado, cientos de niños iraquíes eran cubiertos con tierra simplemente para no despertar más. Muertos para siempre, sin oportunidad de nada, sin saber nada, con la sonrisa destruida por muchachos uniformados que en su país no podían tomar una cerveza pero que en otros países podían matar a quienes quisieran, en nombre de la libertad del empresario petrolero, de la bolsa de Nueva York, de los bienes de un alcohólico presidente y de su padre, protegidos por grandes organizaciones que dicen defender a los más pobres y por algunas iglesias que en nombre de Dios hacen cerrar los ojos al mundo, no se sabe si para rezar o para que los poderosos puedan seguir matando y robando sin ser vistos. Por suerte hay excepciones, como en todo.
Pero este escrito no pretende hacer recordar lo que ya todos saben y que la mayoría calla y acepta. Las mías pueden ser palabras al viento, pensamientos torpes de un joven padre de familia descubriendo día a día, las maravillas de la vida. Pero al fin y a cabo, son palabras, y es mejor dar manotazos de ahogado que ahogarse si luchar.
Tanta muerte me pregunto y yo hilvanado recuerdos un domingo a la mañana, mientras mi hijo Santino juega con un chanchito de tierra y mi mujer sigue amamantando al recién nacido Facundo, con una ternura que podría detener las balas. Dios debió estar con nosotros este domingo.
Ayer fue uno de esos días para agradecer y darse cuenta que suerte tiene uno. Ayer fue un día para dedicarle al pequeño Santino aquellos versos de Hernández: “es tu risa la espada más victoriosa, vencedor de las flores y las alondras, rival del sol, porvenir de mis huesos y de mi amor”.
Ya vendrán tiempos mejores me dice mi buena mujer, y yo le creo.
Tacna, 05 de mayo del 2008