viernes, 26 de marzo de 2010

COLOMBIANOS POR UNA NOCHE



Esta historia, que según su otro protagonista debería llevarme a la tumba, es sin duda una de las más graciosas que me han ocurrido a lo largo de mis treinta años. Y es que con tres décadas cumplidas y con los cabellos un tanto plateados, gracias a la herencia paternal de la que no puedo desprenderme porque soy un caballero, creo que ha llegado el momento que lo cuente todo.

No lo hago, sinceramente, por exorcizar esos demonios que todos dicen que tenemos pero que yo nunca he visto, sino más bien, por dejar en claro, sin falsas modestias, lo pelotudos que pueden llegar a ser dos grandes amigos cuando ya bastante moviditos por “el licor bendito en que se va la vida”, se enfundan sus trajes de aventureros urbanos y salen al encuentro de un noche diferente a las otras.

No diré el nombre del otro protagonista de esta hazaña de sábado, porque él, estoy seguro, nunca me perdonaría el exponer su identidad a la opinión pública, sobre todo en una crónica con la que, de una forma tan egoísta, no busco más que desembarazarme de una historia que ya no puedo soportar sobre los hombros y que inevitablemente es mi deber compartir con mis pocos lectores para su “conocimiento y fines”. Así que no te preocupes amigo mío, no diré tu nombre, no importa si me lo quieren sacar mediante torturas. Nunca lo haré (cumplí compadre, vaya a ver a su ahijado de vez en cuando).

Bueno, vamos a la historia. Resulta que un sábado de tantos, de un año de tantos, mi amigo y yo estuvimos festejando desde las primeras horas de la tarde algo que ya no recuerdo. Primero fueron unos vinitos, luego unas chelitas, y entre anécdotas y carcajadas, cayó la noche triste. Estábamos por retirarnos a descansar la mona, que no era tan grande, cuando en nuestras jóvenes cabezas se nos cruzó la idea de terminar la reunión, gloriosa por cierto, con una visita indebida a esos antros de la perdición conocidos como “chupines”. La idea nunca fue, y eso lo puedo jurar, enmarañarnos entre los brazos de esas mujeres malas, la mayoría charapas, que les quitan la plata a los hombres buenos, sino, y esto lo digo en serio, tan solo espectar por un momento el famoso strip tease del que tanto nos habían hablado y que no habíamos visto, hasta ese momento, más que en las películas gringas.

Pero cuando el diablo mete la cola la mete completa y al llegar a uno de esos santos lugares, donde las mujeres dan menos de los que se les pide y cobran más de lo que se les debe, nos encontramos con que todas las mesas cercanas al pequeño escenario estaban repletas de parroquianos, la mayoría muchachos, y que no había ninguna disponible para nosotros. Entonces, haciendo gala de mi imaginación de escritor en pañales, resolví que la única forma de que nos atendieran con la diligencia y el respeto que merecen dos caballeros medievales como nosotros, era haciéndonos pasar por extranjeros platudos y así lo hicimos. Lamentablemente nuestra pinta no nos daba para ser argentinos, acento que podíamos imitar sin contrariedades, menos brasileros o venezolanos… y chilenos ni de vainas, así que no nos quedó otra que convertirnos en dos orondos colombianos.

Gracias a mi amigo, que es un gran consumidor de las telenovelas de ese bello país, encontramos los nombres perfectos para cumplir con nuestros malévolos fines. Y así fue como, bajo la bendición de María Magdalena, fuimos bautizados como Angelito y Jairo.

Con el pasar de los minutos e imitando la forma de hablar del pibe Valderrama, que por cierto era aceptable aunque a veces se nos cruzaba con el dejo puertorriqueño, el cubano y hasta el panameño, nos dirigimos al mozo y con toda la desfachatez del mundo, le pedimos una mesita lo más cercana posible al escenario. El mozalbete, luego de escuchar el cantito colombiano en nuestra solicitud, lleno de alegría por la propina que adivinaba y que nunca le dimos, nos buscó la mejor ubicación de todo aquel antro de muchachitas descarriadas. Ahí empezó nuestra desgracia, pues el pérfido jovenzuelo, que al parecer no tenía la discreción en la lista de sus cualidades, pronto informó al animador, oculto entre un cuartito rojo de la planta alta, sobre nuestra cafetera presencia, y éste, más indiscreto aun, comenzó a mandarnos saludos por el micrófono al mejor estilo del negro Augusto Ferrando: ¡Le damos a la bienvenida a la gente linda de Colombia!- gritaba desaforadamente, mientras las mariposas traicioneras dirigían sus miradas ansiosas de billetes a la pequeña mesita que ocupábamos, y pasaban y repasaban a nuestro lado, moviendo las caderas descomunales y las nalgas descubiertas, sin apiadarse del atropellamiento de nuestras hormonas encabritadas ni del desamparo de nuestras billeteras vacías.

En desmedro de los demás parroquianos, esa noche se acabó la cumbia nacional del Grupo 5, de Los Caribeños de Guadalupe, Tony Rosado y hasta de Agua Marina, y comenzaron a sonar, como un homenaje a nosotros, ilustres visitantes, los acordes de los mejores vallenatos de Carlos Vives, el Grupo Niche de Cali, el acordeón de Celso Piña y hasta las canciones perdidas del maestro Escalona que no se de donde consiguieron, haciéndome creer por algunos momentos, dentro de mi embriaguez de marinero, que no estaba en un “chupín” cualquiera del parque industrial tacneño, sino más bien en una cantina bananera del Macondo perdido de García Márquez.

Lamentablemente como decía mi madre, la mentira tiene patas cortas, y justo cuando nos empezábamos a acostumbrar a las atenciones desmesuradas de los mozos, a las miradas ansiosas de las charapitas, a los saludos cariñosos de los demás parroquianos y hasta a los bailes lujuriosos de las striptiseras (que juro por mi madrecita que nunca tocamos), uno de esos tipos a los que uno conoce, y que sin ser amigo sabemos que existe desde toda la vida, hizo su impertinente aparición y parándose frente a nuestra mesita rebosante de chelas al polo, con la mirada pícara y la sonrisa burlona de quien descubre un pecado ajeno, nos encaró sin piedad: -“Así que ahora son colombianos par de pendejos”.

No nos quedó otra que poner pies en polvorosa antes de ser linchados por las muchachitas burladas, los mozos siniestros y hasta los parroquianos envidiosos. Afuera, tomamos un taxi raudamente como quien escapa de una muerte segura y nos fuimos a descansar la mona más exuberante que habíamos tenido en toda nuestra existencia. Sin embargo, el recuerdo de esa noche en que cambiamos de nacionalidad y hasta de nombre y fuimos Angelito y Jairo por unas horas, se quedará para siempre con nosotros, esa alegría nadie nos la quita, ¿Verdad compadre? (y no se preocupe usted, a la otra seremos uruguayos, vaya ensayando el acento).



Pd. Lo que no fue en tu año no te hace daño. ¿Verdad mi amor?


Tacna, 27 de marzo de 2010