Debo confesar que entre todos los generos musicales que he escuchado a lo largo (y ancho) de mis 26 años, el bolero se ubica al inicio de la lista de mis preferencias.
Esto al principio me ocasionaba ciertos inconvenientes, ya que aveces era visto como un bicho raro, lo que resulta comprensible si se tiene en cuenta que no es cosa de todos los días ver por la calle a un muchachito de 13 años cantando "...toma este puñal y abreme las venas, quiero desangrarme hasta que me muera", o enamorando a inocentes niñas de 12 susurrándoles al oído "...yo tengo un pecado nuevo que quiero estrenar contigo". Y más si se trata de alguién como yo, educado en colegio de curas jesuitas en el que decir un simple "carajo" era motivo suficiente para recibir un sermón precisamente del "carajo".
Luego con el transcurrir de los años, y casi a exigencia de mis buenos amigos (algunos idos y otros "venidos" como yo y ahora con guagua), aprendí a escuchar varios géneros musicales más, que iban desde el rock, el rap y el hip hop hasta la nueva trova, con Cabral y Cafrune de yapa.
Sin embargo y casi a esondidas, siempre me daba un tiempo para escuchar la que consideraba "mi música". Sobre todo en aquellos días en que era un responsable miembro del club de las manos peludas, y tenía la imaginación tan a flor de piel que llegaba a desear, más de una vez, que entrara a mi habitación, y mejor a media noche, aquella a la que llamaban señora y que era más perdida que las que se venden por necesidad.
Pero haciendo un análisis de el cómo llegue a involucrarme tanto con esta música maravillosa, debo confesar que mi padre tiene mucho que ver en el asunto. Y me explico. Cómo no amar el bolero si todos los viernes a golpe de 8 o 9 de la noche mi buen viejo, que en aquellos años no era tan joven como hoy, llegaba más alegre que de costumbre con algunos de sus amigos, y allí, mientras remataba las cervezas post oficina con un sombrío ron o un transparente vodka, iba desempolvando los discos de boleros uno tras otro, mientras yo jugaba en la alfombra y a los pies de los beodos, con mis soldaditos de plástico, que ya también embriagados por los sones nada marciales de los boleros, no sabían si formaban un escuadron de combate o una orquesta cubana (con sordina incluída). Eso lo agradezco mucho, sobre todo en estos tiempos, en los que soy yo el que aveces le invita los tragos y lo apabulla con sus boleros (no hay nada que hacer: mi padre a ido volviendose joven con los años).
Con el paso del tiempo fui creciendo a la bartola (no la cantante criolla) y en mis años juveniles enrumbre por el camino que mejor me pareció y siempre tuve como amigo al bolero. En Arequipa, ya estudiante, ahogué más de una decepción amorosa bien mamao y con la compañía de Gregorio Barrios, Lucho Gatica, don Bienvenido, Los Panchos con Albino y claro, como no, también con ese viejo mataperro de Daniel Santos, cuyas canciones alguna vez bailé con chicas de baja estofa en lugares también de baja estofa que no tenían ni estufa, pero si unos maravillosos caldos de gallina negra a la salida, capaces de levantarle el difunto hasta al barbón Badani cuando se le juntan las esposas.
Luego en Tacna y ya casado, cocido, descocido y vuelto a coser y a casar, descubrí lo que para mi antes había solo un género más: el bolero ranchero. Fue una revelación escuchar al bueno de Gabriel Siria Levario o Javier Solís (para los cuates), cantar Si Dios me quita la vida o He Sabido que te Amaba, con ese tonito profundo y sin esfuerzo que sólo el buen Javicho sabía promover desde el fondo de su garganta (algo chamuscada ya por los excesos alcohólicos) y desde el fondo de sus cojones (también algo chamuscados porque el bueno de Solís tuvo 5 esposas y 10 hijos).
Hoy gracias a los seguidores de Sir Francis Drake, puedo tenerlo en casa en formato DVD (de a 4 por 10 mangos). Y es una maravilla verlo de frente con su cuerpo de torito ranchero (porque además fue carnicero matancero y boxeador) entonando sus mejores canciones, sin que se le reviente ni un sólo botón de su traje charro; no como la vieja gorda de Juan Gabriel, que cuando canta no sólo se le desabotona la taleguilla sino también la pantaleta, el enagua y hasta la huacha.
Otro descubrimiento y quizá el más grato para mí, fue el de José Alfredo Jiménez, muerto a los 47 años también por culpa del licor bendito en que se va la vida.
Y es que el buen José Alfredo era, como dice un buen amigo, "tentadito a la risa y fácil de convencer".
Sin lugar a dudas Jiménez es uno de los más grandes compositores que a dado la humanidad. Sus canciones, verdaderos poemas populares, me cambiaron la forma de ver y afrontar la vida (ver mi bigote ranchero). Una prueba más que a la belleza y al arte, les gusta nacer en lugares humildes. Quien se iba a imaginar que aquel 19 de enero de 1926 en Dolores Hidalgo Guanajuato, exactamente nueve meses después que doña Carmen Sandoval amaneciera entre los brazos de don Agustín Jiménez, no precisamente llorando de alegría pero si con una sonrisa de oreja a oreja, llegaría al mundo un niño humilde como José Alfredo, que al poco tiempo, con apenas quince años, ya componía bellas canciones sin saber música (y sin sacarla). Canciones tan bellas como Ella, Que te vaya bonito o El Jinete, fueron escritas por el maestro antes de cumplir los 20 años. Todo un ser tocado por los Dioses (por Baco al menos).
He querido contarles a mis amigos el por qué siempre reclamo un bolero. Así que ya están advertidos, si alguna vez me invitan a alguna reunión, cumpleaños, despedida de soltero o lo que fuera, a mi pónganme un bolero.
Tacna, 05 de octubre del 2006
Pd. Acepto comentarios, pero en ritmo de bolero.
jueves, 29 de noviembre de 2007
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